Comentario
En los inicios de la época moderna el viejo Sacro Imperio Romano-Germánico se presentaba muy distinto, por débil e inoperante, de lo que había sido en sus mejores tiempos altomedievales. Un poder dividido, sin apenas fuerzas, un concepto casi vacío de contenido, un proyecto universal de dominio temporal que se estaba viendo superado, y negado, por las nuevas formaciones estatales protonacionalistas en ascenso: ésta era la imagen que daba el cada vez más caduco conjunto imperial desde el punto de vista institucional y político. No obstante, algunas zonas que lo integraban se situaban por entonces a la cabeza del desarrollo económico europeo: los Países Bajos, el norte de Italia o una buena parte de Alemania presentaban por ejemplo un alto nivel de manifestaciones precapitalistas, tanto en los ámbitos rurales como en los urbanos, contrastando en consecuencia el potencial económico-social de estos territorios con la impotencia política para articularlos bajo un poder unitario y centralizado que dominara como árbitro el juego de las relaciones internacionales.
Maximiliano I y Carlos V intentarían dinamizar y volver a engrandecer la idea imperial, pero las fuerzas internas disgregadoras, representadas por los príncipes, señores, prelados y oligarquías ciudadanas, junto a la oposición mostrada por las Monarquías autoritarias occidentales, más el impacto de los trascendentales acontecimientos históricos que se irían sucediendo, fundamentalmente el estallido de la Reforma, harían inviable el camino hacia la formación de un auténtico Estado que reconvirtiera a la ya decrépita institución imperial en una nueva maquinaria de poder soberano único.
Así pues, en teoría el Imperio romano-germánico seguiría existiendo, gozando incluso todavía de un cierto brillo representativo como instancia simbólica de jerarquía temporal, lo que explicaba el atractivo que continuaba teniendo la corona imperial y el título de emperador ante los ojos de los reyes que se los disputaban, aunque por otro lado se sabía de su escasa operatividad como mando efectivo, no sólo en relación con las nuevas organizaciones políticas surgidas en el ámbito occidental europeo, sino, además, respecto a los muchos poderes internos que menoscababan su soberanía, discutían su autoridad suprema y se manifestaban con plena autonomía e independencia.